En los pliegues de la literatura. Un paseo por el “Toledillo”
Antaño, antes de dedicársenos atención literaria ninguna, apenas éramos una estepa cubierta de esparto y espadaña, un lugar virgen en espera de la promesa de los tiempos. Imagínelo el viajero que hoy nos visita, sustituya el entresijo de calles y edificaciones, haga de la historia un ejercicio de la ficción pues así se lo aconseja esta guía, que es sugerencia y, también, invitación. Se decía que en épocas remotas nos ocupaban tierras ásperas; éramos entonces pura soledad, tránsito de vientos y especies. Después fuimos poblado breve, primero celtibérico y luego romano, al parecer. Y después musulmán, avanzado asentamiento de pobladores bereberes, con su fe islámica, su ciencia astronómica y su álgebra inigualable, gentes que encontraron en los arroyos del lugar el imprescindible abastecimiento. Esta agua debe imaginarla hoy el viajero. Le ayudaremos a ubicarla.
Si el visitante se sitúa en nuestra plaza de San Sebastián, inicio de esta ruta de literarias sugerencias, y mira a la ermita del santo que da nombre a la plaza, el viajero verá a su izquierda el preámbulo de una calle y una pendiente. La calle del Carmen se empina remontando promontorios, relieves surcados por arroyos prehistóricos que hoy ocupa nuestro barrio más singular: El Toledillo.
Aquel asentamiento musulmán se ubicó en estas elevaciones hasta que lo sustituyeron, o relegaron, pobladores cristianos venidos de Toledo. Se explica, pues, el citado nombre. Quien lo desee imagine en esta plaza la convivencia de entonces, un capítulo difícil en el que se compartían las exigencias de la fe y las razones de la historia.
Desde la plaza, hacia la derecha atravesando la calle Santa Lucía, se sale a la calle Yedra, nombre que nos recuerda un más húmedo paraje. Pronto en esta calle, el callejón de Filibús asoma con su porción de secreto y su íntima estrechez. Aquí el paseo se encuentra con la evocación de un personaje, como un nombre vestigio, prueba del pasado musulmán de nuestra villa. El dicho Filibús, quizá Felipe para los vecinos cristianos, habitó en estas callejuelas tras su llegada desde las Alpujarras granadinas, aún niño.
Lo que la historia no sepa decirle al viajero, de nuevo lo recrea la ficción literaria. Se cuenta que este Filibús, luego de llegar obligadamente, se hizo reconocer y apreciar como honrado alarife, y que tuvo, en 1590 –la concreción es digna de mérito–, una hija, Zaida, cuya vida, imaginémosla cierta, no obstante se nos transforma en leyenda. Conviene al viajero leer y caminar lo que sigue.
Al terminar la calle Yedra cruza una travesía estrecha en la que se reparten a ambos lados apretadas viviendas que evocan una antigua convivencia alborotada. Hoy es pasaje tranquilo. La calle guarda algo de suspiro y mucho de calma. El que la transita se siente observado y quizá recele. No hay motivo. La proximidad del vecino se aparta prudente hasta que se le solicita el saludo. El nombre de la calle ha evocado durante siglos un fragmento de ficción amable: el Pozo de la perla.
La hija de Filibús, Zaida, hermoseaba la calle con su juventud y su gracia singulares. En los detalles de la leyenda se eleva su belleza y la admiración de los contemporáneos, incluido, entre los cristianos, un tal Francisco Martínez que después capitaneó en Flandes.
Como en cabal leyenda, a ésta no le faltan las pasiones desveladas junto al brocal de un pozo, ni las confidencias de amor en secreto, ni la irreconciliable condición de los enamorados, ni la despedida abrupta, en este caso por forzosa expulsión de la bella musulmana, que antes de partir vertió en el pozo una limpísima lágrima. Imaginamos que el viajero descubre ya en qué se transformó aquella prueba de sentimiento.
Si la calle del Pozo de la perla refiere un imaginario prodigio, la calle del Carmen, a la que aquélla conduce, nos devuelve la realidad común y su ajetreo, el desvelo cotidiano y la vida tangible. Sólo cabe descender la pendiente, hacia la izquierda, y descubrir paulatinamente reducidas casas y callejones que se asoman como afluentes de la calle principal. En estas estrechas vías se abren solares habitados por múltiples vecinos, ciudadanos que en su vivir comparten el patio y el número postal. Aquí el viajero recorre la prueba de cómo se formó un antiquísimo núcleo urbano: como cauces de arroyo, acomodándose al terreno según crecía el número de pobladores. De la imaginación del visitante depende traspasar los tiempos y sentirse junto a aquellos musulmanes y cristianos de siglos atrás, tan próximos y distantes a la vez.
Nos consta a los de la villa que, cuando el barrio ya era Toledillo, por él anduvo el debidamente afamado Cervantes. Y al parecer acá vino con gana y reiteración pues nos dedicó dos menciones gloriosas en el Quijote y colocó en su Persiles uno de nuestros hidalgos, Antonio de Villaseñor, a cuyos lances y aventuras dio literaria pervivencia Don Miguel. Se sabe que el escritor se hospedó en Quintanar repetidas veces, que trató con quintanareños de la época, conociéndolos largamente, como demuestra la vida del hidalgo Villaseñor, que, repleta de avatares ciertos, se transfiguró en ficción y entretenimiento de lectores por el prodigio de la literatura.